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El narcotráfico: ¿crimen organizado o delito conexo al político en Colombia?

  • Foto del escritor: Prego Nerosai
    Prego Nerosai
  • hace 3 días
  • 2 Min. de lectura

En Colombia, el narcotráfico ha sido históricamente uno de los fenómenos más complejos y determinantes en la configuración del conflicto armado. Durante décadas se le identificó como la expresión más acabada del crimen organizado: un negocio transnacional que corrompía instituciones, generaba violencia indiscriminada y erosionaba la democracia. Sin embargo, en el marco de los procesos de paz —especialmente el firmado con las FARC en 2016— el debate cambió de dirección. La pregunta dejó de ser únicamente cómo combatir el narcotráfico, para convertirse en cómo tratar jurídicamente a los actores armados que, en su condición de insurgentes, lo usaron como fuente de financiación.

La tesis que sustenta esta discusión es clara: el narcotráfico, aunque en esencia es un crimen organizado, puede en ciertos contextos ser considerado un delito conexo al político, siempre que se demuestre que fue instrumental y no un fin en sí mismo. Este reconocimiento no busca legitimar la criminalidad, sino dar una salida jurídica viable a la negociación con grupos insurgentes.

En el caso de las FARC, su participación en el negocio de la cocaína no perseguía exclusivamente el enriquecimiento personal de sus mandos, sino que se enmarcaba en la lógica de sostener una guerra prolongada contra el Estado. Esa diferenciación fue clave para que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) admitiera que determinadas conductas podían recibir un tratamiento especial: indultos, amnistías condicionadas y beneficios procesales a cambio de verdad, justicia y reparación.

No obstante, este planteamiento abrió una intensa controversia. Sus críticos alegan que, al equiparar el narcotráfico con la rebelión, se diluye la gravedad del delito y se envía un mensaje peligroso: que la criminalidad puede ser perdonada bajo un ropaje político. Para sectores de la opinión pública, esta postura significó una claudicación moral y jurídica frente al negocio ilícito más destructivo del país.

Por el contrario, los defensores de esta decisión sostienen que se trató de un paso necesario para hacer posible la paz. Sin esa concesión, resultaba inviable negociar con un actor armado que dependía financieramente del narcotráfico. Además, subrayan que la diferencia entre insurgentes y carteles mafiosos es sustancial: mientras los primeros perseguían un proyecto político, los segundos solo buscaban lucro personal.

Hoy, a casi una década del Acuerdo Final, el debate continúa vigente. La JEP sigue enfrentando dilemas sobre casos de excombatientes y solicitudes de extradición, mientras nuevas estructuras criminales —disidencias, Clan del Golfo, carteles extranjeros— demuestran que el narcotráfico, cuando no está ligado a una causa política, sigue siendo un crimen organizado puro.

En conclusión, reconocer al narcotráfico como delito conexo al político fue una decisión pragmática y controvertida, pero indispensable en el camino hacia la paz. El reto actual está en mantener la línea divisoria entre lo político y lo criminal, evitando que el beneficio jurídico se convierta en un salvavidas para quienes solo ven en la droga un negocio rentable. La paz exige flexibilidad jurídica, pero también firmeza moral: sin la una no habría acuerdos; sin la otra, no habría justicia.

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