El espejo roto del poder: una reflexión sobre corrupción y humanidad
- Prego Nerosai
- hace 3 días
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En Colombia, hablar de poder es hablar de heridas abiertas. Durante más de dos siglos, nuestra historia ha estado atravesada por las mismas dinámicas: élites que se creen dueñas del destino colectivo, políticos que trafican con las esperanzas del pueblo y una sociedad dividida por ideologías, apellidos, clases sociales y colores de piel. Todo gira en torno a un espejismo: el poder entendido como privilegio, estatus y dominación.
Esa visión narcisista ha creado un país en el que lo esencial se ha perdido: la humanidad. Nos acostumbramos a medir el valor de las personas por la plata que tienen, el colegio del que se graduaron o el club social al que pertenecen. Nos enseñaron que solo desde ciertos linajes se puede “crecer”. Y bajo esa lógica mezquina, olvidamos que somos, ante todo, seres humanos.
El pequeño corrupto en todos nosotros
No se trata únicamente de señalar a “los grandes ladrones de la nación”. La corrupción no es una abstracción distante: es un virus que se instala en lo cotidiano. Entre cada grupo de ciudadanos hay, posiblemente, un “pequeño corrupto”, alguien que cierra los ojos frente a lo indebido, que se aprovecha de una ventaja mínima, que participa en ese engranaje silencioso de desigualdad.
Ese pequeño corrupto, tan común como invisible, es quien sostiene las estructuras que impiden que el país avance. Cada acto de corrupción –por pequeño que parezca– roba la posibilidad de un hospital digno, de una escuela bien equipada, de un plato de comida para los niños que mueren de hambre a diario. Y en Colombia, hasta la comida destinada a los más vulnerables ha sido robada o entregada en condiciones indignas. ¿Qué mayor reflejo de deshumanización que ese?
Poder: ¿para qué?
El poder, en esencia, no es bueno ni malo. Es un punto de partida, una responsabilidad que puede traducirse en actos de bien o en perpetuar el daño. Pero en nuestra historia, desde los centralistas y federalistas, liberales y conservadores, hasta las actuales disputas entre izquierda y derecha, las élites han escogido sistemáticamente el mal.
El discurso político ha sido un disfraz. Nos vendieron la idea de que elegir entre Petro y Uribe, entre derecha e izquierda, significaba un cambio. Pero la realidad es que las formas se repiten y los resultados son los mismos: división, resentimiento y manipulación. El poder en Colombia, históricamente, se ha usado no para unir, sino para separar.
La verdadera revolución: la humanidad
El problema de fondo no es ideológico, sino humano. Vivimos en un país en el que dejamos de hablar con alguien por pensar diferente, donde creemos que tener la razón justifica el desprecio por el otro. Ese fanatismo ha roto el tejido social.
La invitación, entonces, no es a seguir defendiendo banderas políticas, sino a recuperar lo humano. A dejar de vigilar y juzgar al vecino, y en cambio revisar nuestras propias sombras. Porque el cambio comienza cuando reconocemos que el privilegio no es un derecho adquirido, sino una deuda: quien lo posee debe devolverlo a la sociedad.
El espejo roto
En 1991, hasta el cielo colombiano fue vendido a potencias extranjeras para el uso de sus satélites. Los ríos, las montañas, el oro, las riquezas naturales: todo ha sido hipotecado por los mismos políticos que muchos todavía aplauden e idolatran. Esa es la imagen de un país que ya ni siquiera se pertenece a sí mismo.
El poder nos ha dividido durante más de dos siglos, pero lo más grave es que nos ha robado la capacidad de mirarnos al espejo como sociedad. El reflejo que vemos está roto. Lo que debería mostrarnos humanidad, solidaridad y justicia, solo nos devuelve fragmentos de egoísmo, indiferencia y corrupción. hoy ya normalizada.
Conclusión
El desafío hoy no es elegir un nuevo caudillo, ni buscar en un partido la salvación. El desafío es mucho más íntimo y complejo: reconocernos como seres humanos y actuar con humanidad. No hay cambio posible mientras sigamos repitiendo las mismas lógicas de odio, privilegio y corrupción.
El día que dejemos de ser cómplices del “pequeño corrupto” que todos llevamos dentro, ese día quizás Colombia empiece a escribir una historia distinta.
Todos Tiemblan, Todos Flotan
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